A semejanza de los planetas girando alrededor del sol, así es
el Corpus Christi entre los cristianos, centro y adoración del autor de la
vida. Bendito y alabado sea Jesús Sacramentado. Sea por siempre…, que nunca
podré agradecerle el inmenso regalo de la compañía viva en la Eucaristía, donde
se renueva la memoria de su pasión, muerte y resurrección.
La religiosa Santa Juliana de Mont Cornillón (1193-1258),
priora de la Abadía agustina del referido lugar, promovió, en 1208, la idea de
arraigar dicha expresión de gratitud, que, en 1246, se hace por primera vez en
la Diócesis de Lieja (Bélgica), sin antes haber dificultades por la
incredulidad científica del hecho acaecido, en 1263, al celebrarse una misa en la
iglesia de la localidad de Bolsena (Italia), cuando al partir la hostia consagrada
por el celebrante brotó sangre. El motivo relatado dio impulso a Urbano IV pp. (1195-1264)
a instituirla, 8 de septiembre de 1264, como fiesta litúrgica y encargar al
dominico Santo Tomás de Aquino (1225-1274), Doctor Angélico, preparar los
textos para el Oficio y Misa propia de la jornada, que incluye himnos y
secuencias (Pange Lingua). A través del Concilio de Vienne (a. 1311), Clemente
V pp. (1264-1314) dictó las normas para regular el cortejo procesional en el
interior de los recintos sagrados. Juan XXII pp. (1249-1334) introduce la
Octava y, por último, Nicolás V pp. (1397-1455) sale por las calles de Roma, en
1447, con la Santa Forma.
“El cáliz de nuestra Acción de Gracias, ¿no nos une a todos
en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo
de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo
cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1 Cor 10, 16-17).
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Las palabras sobran para describir tan grande misterio de fe,
fundamento de la Iglesia Católica y Apostólica. El pilar que sustenta a millones
de creyentes con un solo signo sin miedos ante las demás confesiones a
manifestar la Divinidad de un Dios unitario y trino en personas. Sabio en
enaltecer a los humildes y en humillar a los soberbios, misericordioso en
extender los brazos en la cruz para acoger los pecados de todos, saciar las
necesidades de los pobres y despedir a los ricos vacíos, perdonar al que lo
solicita en el sacramento de la reconciliación, desprendimiento de su condición
humana para amar a sus enemigos, pastor de un único rebaño…
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La evolución de los pueblos está marcada por la existencia de
rasgos, confiriendo un sello denominativo de origen y contribuyen al
enriquecimiento patrimonial. Toman protagonismo en la mayoría de los
acontecimientos sociales. Es una realidad palpable con la suma de voluntades y
entusiasmos, reavivando la llama que alimenta una emblemática costumbre
festiva. Constancia y sacrificio de forma ininterrumpida se afianza, aquí y
allá, todos los años. Poseen un componente etnográfico intrínseco, de índole
complejo, que resalta su importancia para dar a conocer el carácter,
idiosincrasia y expresión.
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La razón de nuestra existencia terrenal y futura estancia
está en presencia del Altísimo, amigo incomparable, que está allí siempre para
escucharnos y ofrecernos el espíritu de aliento en las horas bajas del bregar
cotidiano para seguir el camino hasta la meta. Con esta ansia en nuestro
interior podemos atravesar cualquier obstáculo y superar las pruebas más
difíciles que tengamos.
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