La historia está plagada de acontecimientos extraordinarios y
nunca olvidados por generaciones que vivieron atentas como transcurrían los
días en la sociedad de mediado del siglo XX. Para el simbólico recuerdo se elige
una tarde gris, nubes oscuras amenazando tormenta, aunque ya habían vertido
lluvia suficiente para limpiar y dejar lustrosos tapias y paredones. Los
termómetros marcando grados inferiores en la escala centígrada por debajo de lo
normal, viento frío, desapacible, colándose por calles y plazas. Una vespertina
puesta sin mostrar sus efectos lumínicos espontáneos para que reverdecieran los
viejos refranes.
Para relatar lo sucedido, no hace falta extenderse en
detalles, sino transmitir los hechos para el conocimiento y comprensión de lo
afectado en las dos Breñas, Villa de Mazo y en otros municipios de la isla de
La Palma, comprendiendo la parte sureste y noroeste, donde se cebó la desgracia
con bastante desenlace fatal.
La certeza de mi existencia me impregna, a cualquier hora, mi
memoria de hechos y de sensaciones que conforman mi pasado y mi presente y me
hacen sentir que no ha transcurrido tanto tiempo de tantas cosas, que la vida
ha sido un continuo de afectos y de sorpresas, y que aún sigue ahí.
En un 16 de enero de 1957, algo lejano y ralentizado en las
pupilas, los barrancos corrieron furiosos y con ansias devastadoras de destruir
los obstáculos. El barro, agua, piedras, troncos formaban un aluvión, que causó
desolación y tragedia con la pérdida de víctimas y desaparecidos. Una tromba
descargó sobre la Cumbre Vieja, que durante varias horas se desbordase los
cauces de Amargavinos, Aduares y Aguasencio.
El fenómeno natural, anteriormente presagiado por una
meteorología adversa en todo el archipiélago, dejó huellas imborrables en los
sentimientos y motivos de rabia por la impotencia de ese entonces trágico. La
noche del 15 al 16 de la mencionada fecha se presentó con síntomas de temporal,
no cesó de llover y cuando amaneció con signos temerosos una espesa neblina
cubría la isla sin dejar ver más allá de diez metros de distancia.
La Prensa local y nacional se hizo eco de lo ocurrido. El
rotativo Diario de Avisos, el 21 del mismo mes, daba un adelanto de cifras y
daños, que son muy esclarecedores del alcance de la catástrofe, advirtiendo de
que la información procedía de la Delegación del Gobierno y se hallaba
inconclusa.
Recuerdo perfectamente el lamentable panorama de
incertidumbre que ofrecieron posteriormente los alrededores de los municipios
damnificados por tal circunstancia. Mi mente conserva imágenes drásticas
difíciles de describir con exactitud con leyendas incomprensibles. Casas
destruidas por la riada, que conservaban enormes rocas en su interior y otras
permanecían enterradas en el lodo. Sin embargo, circuló de unos a otros de los
vecinos, como en la vivienda de dos plantas de un conocido breñusco se veía en
la fachada del inmueble la marca hasta donde había llegado a cubrir el nivel,
por encima de los ventanales de la primera.
Siendo un mocete, estudiando en la academia Pérez Galdós,
observé de manera sorpresiva la modificación de la costa por el ensanchamiento
de las desembocaduras de tales accidentes geográficos, originadas por la
correntía habida.
Años más tarde, un físico palmero, catedrático de instituto, Guillermo
Rodríguez, natural de Las Tricias (Garafía), quiso mostrar una teoría por él
diseñada, sobre la periodicidad de hechos con semejanza al descrito. Con citas
públicas hacia los ciudadanos, vaticinaba un próximo acontecimiento en las proximidades
de la fiesta de la Epifanía del Señor, 6 de enero. Traumatizado o no por dicho
augurio, aunque en ese día ocurrió, no sé donde, un cataclismo enorme, que
dentro de los parámetros podría entrar dicha probabilidad, según su autor. La
mañana surgió tenebrosa, pensando que iba a ocurrir lo prometido con voraz
contundencia.
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