Hablar de la muerte produce un cierto temor a muchas personas
y a unos pocos es solo pensar en un destino del ser vivo. En resumida cuenta
forma parte del rechazo colectivo o de tantos datos históricos contrastados en
la sociedad. La fotografía de difuntos fue algo habitual en épocas atrás y
constituyó un punto de partida en la evolución de los pueblos, convirtiéndose
en una costumbre como señal de amor y respeto al difunto. No que fuera
obligado, pero sí extendido por todo el orbe cristiano para el recuerdo
familiar.
Comienzo por mis propias experiencias, que son las de
cualquier correligionario, cuando se vestían con su mejor vestimenta y calzado
tanto al varón o mujer fallecidos. Con esa práctica se señalaba la categoría
social del muerto. Los clérigos, religiosos, militares y demás se hacían con la
mejor gala, según su rango, para testimoniar la categoría del mismo.
La mortalidad infantil fue abundante por las muchas epidemias
u otras enfermedades, que mermaban en gran cantidad a los niños de cualquier edad.
El conocimiento médico o científico contaba sólo con el saber rudimentario y no
sofisticado del siglo XXI. Los féretros, se distinguían de un modo especial por
el ataúd y acompañamiento del cortejo, portándolos a mano.
Me he enterado por fuente fidedigna, que hay cursos de
enseñar a maquillar, siendo la informante alumna de uno de ellos. Es curioso,
puesto que rompen todos los moldes funerarios legendarios en el concepto de
mortajas. Las nuevas técnicas traen consigo un entramado original en el
desarrollo de lo adquirido por voluntad propia. Es un paso más de la vida
terrenal a la eternidad. A veces lo vemos con recelo, porque sentimos miedo o
una bendición a lo transcendental como martirio o tributo a un Dios inmortal.
La gente siente soledad a esa lejanía para siempre. Antes y
no ahora, ya que se celebran en tanatorios o en los mismos hospitales en donde
ocurren el desenlace, se moría en casa y se velaba en el mismo domicilio y eran
acompañados por la Cruz parroquial con sacerdote y monaguillos hasta la
correspondiente sepultura para rendirle el último adiós.
¿Cómo fue ese punto de partida en el retrato de difuntos?
¿Cómo empezó todo? “Creo que el hecho de fotografiar o retratar a un difunto no
parte del siglo XIX ni del XVIII ni siquiera del XVII. Parte de los egipcios
con la momificación, a otro nivel. Los mayas lo hacían con máscaras de jade.
Aristóteles ya lo habló en uno de sus estudios acerca del retrato post mortem.
Leonardo da Vinci lo hizo en el siglo XVI, cuando inventó la famosa cámara
oscura, de donde poco después partió el tema de la fotografía. A partir de ahí
llegamos al Renacimiento, siglos XV-XVI, lo que llamamos antecedentes de la
fotografía post mortem. A partir de ahí se comercializa, se familiarizan con un
concepto llamado memento mori, que significa: recuerda que morirás o recuerda
que eres mortal. Porque al fin y al cabo, todos llegaremos a ese punto de la
vida. El memento mori es el retrato de la persona por medio de la pintura. En
aquel momento se retrataba a los difuntos mediante un retrato pintoresco o de
pintura. A partir de ahí comenzó a utilizarse el retrato, no solo para
inmortalizar al individuo que acababa de fallecer, sino para concienciarnos
también de la fugacidad de la vida, porque es evidente que hay que estar
preparado para la muerte. Y no solo preparado para la muerte, sino también
porque era una manera, en el momento de morir, de ser recordado su paso por el
mundo. Es una manera de que las generaciones posteriores te recuerden,
recuerden tu existencia” (*).
Era todo un ritual en manos de expertos profesionales sobre
tal asunto, a veces complicado para sacar una realidad no palpable en la
placidez de un semblante sin estímulos alguno. “Es impresionante el realismo de
algunas de estas fotografías, que no dejan de ser de algún modo escabrosas pero
a la vez bellas, retratos de la realidad, y la realidad era que alguien se
moría, y alguien seguía viviendo” (*).
Hoy, se atestiguan en las esquelas poniendo una foto sin aparentar la edad que
tendría, en muchos casos, en el instante del óbito.
“Nos tenemos que dar cuenta de que cuando una persona fallece
hay líquidos que se van del cuerpo, aparece el llamado rigor mortis, el cuerpo
se va descomponiendo…, pero las personas que hacían este tipo de fotografía lo
hacían como una manera de plasmar el alma del difunto, una manera de recordar
al difunto, y una especie de reliquia. No era nada escabroso, como ahora nos
puede parecer cuando buscamos por Internet fotografía post mortem y dices ¡qué
horror! En aquel momento, en el siglo XIX, era algo bonito, era como una
ceremonia. Los familiares acicalaban al difunto. Los profesionales de la
fotografía se preparaban, le daban una especie de maquillaje especial. Pero la
naturalidad de un vivo no es la expresión de un difunto. La posición de los
labios, por ejemplo, era muy tensa, tenían que hacer una especie de
manipulación de la sonrisa, metiendo a veces algodones en la comisura de los
labios para que pareciera que estaba sonriendo, o les abrían los ojos con unas
cucharillas de café, para que pareciera que estaban despiertos. Era una manera
de buscar la espontaneidad en una escena que era tétrica, pero a la vez para
ellos era bonita, porque querían reflejar el paso de ese familiar suyo tan
cercano de la vida a la muerte, que por circunstancias determinadas se tenían
que ir. Es verdad que en la fotografía post mortem, hablábamos del
Renacimiento, hay que hablar del Barroco con Rembrandt, este artista
maravilloso del que tenemos retratos fantásticos, donde el realismo de la
enfermedad se plasma de una forma magnífica, y a partir de ahí, pasamos el
siglo XV, XVI, XVII, XVIII y ya llegamos al XIX, cuando la fotografía post
mortem da una evolución a lo que estamos hablando hoy. Gracias a su creador,
Louis Daguerre, y a su daguerrotipo, ahora hablamos de una fotografía, aunque
por aquellos días, con un procedimiento muy largo. También hay que recordar que
la fotografía actual es muy rápida, sacamos una foto y tarda dos milisegundos,
o un milisegundo. En aquel momento a lo mejor para tomar una fotografía
tardaban treinta minutos o más” (*). No finalizo
sin hacer mención del artífice palmero Miguel Brito Rodríguez (1876-1972),
conocido por Medio Millón, gran maestro de este tipo de trabajos.
(*) (Ángulo 13.Entrevista a Mónica González. Juanca
Romero Hasmen. Diario de Avisos. Domingo, 7 de febrero de 2016. Sociedad.
Página 20).
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