Sin pasar muchas páginas de la historia reciente de nuestro
pasado recordamos hechos cotidianos en la vida de ciudad. Un oficio para el
recuerdo, porque fue una estampa del ayer distinto, que poco o nada hizo por
subsistir a las influencias modernas de la competencia. El ambiente bohemio y
la música del momento cambiaron rápidamente y tomaron otros modos de actuar o
dejar libre el cambio de nuevos aires en el ir y venir del mundo urbano.
Seguramente para muchos se convierte en romanticismo callejero, lugar de citas
obligadas los domingos o cualquier día con el propósito de una tertulia
amigable y un saber lo último en el cuchicheo de cafés entre humos de tabacos
entrelazados en los dedos y el sabor del líquido negro, que a sorbos lentos
desaparece de la habitual taza.
Se hace protagonista de la mirada de los demás, por sus
rítmicos movimientos de manos como el de un melódico bolero, que nunca pierde
la necesidad de ser único en el salón del viejo bar de siempre ruidoso y
acogedor a la hora del reencuentro del amigo con preocupaciones o, simplemente, ganas de charlar de fútbol y
de cualquier tema para pasar el rato.
Ha sido en repetidas ocasiones argumentos en los guiones
cinematográficos. Quien no se rió a carcajadas limpias viendo “El Bolero de
Raquel”, interpretada por el actor cómico y mejicano Mario Moreno (Cantinflas).
Es toda una proeza de una época de oro. Con su caja y silla bajo el brazo o
fijos en locales a cualquier hora se hicieron acreedores de la admiración y
respeto con el betún, cepillos, trapos y cartones protectores de los calcetines
preparados para atender al cliente.
La definición es clara en el diccionario español, que dice:
“Es una persona que se encarga de limpiar y lustrar el calzado de eventuales
clientes utilizando betún”. Tradicionalmente lo ejercen los hombres y muy
frecuentemente los niños. Es una profesión popular en muchos países, que
encarna una rama de la injusticia e infamia.
En las islas se ha extinguido produciendo nostalgia a los
amantes del glamour vespertino y soñoliento de caballeros burgueses. La figura
encorvada del betunero abrillantando los zapatos, que no requería una gran
inversión, implicaba dedicar mucho tiempo y esfuerzo.
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