Se tiene un buen momento cuando se fuma un puro palmero,
deleitando su aroma y el placer que se desprende de la más honda inspiración en
los humanos pensamientos. Se descubre un mundo inimaginable observando el
difuminado humo, saliendo de sus entrañas, que lentamente se disuelve en el
onírico y etéreo espacio envolvente de nuestro hábitat. Es una fuente que forma
parte de una tradición muy dentro del ser, consciente de la función artesanal
del producto como proyección económica usando la materia prima con cierto
secreto de anteriores generaciones familiares. A cualquier edad y etapa daba el
fruto apetecible cuando se hacía con fe
y se cuidaba con perseverancia.
Saborearlo es todo un monólogo de gestos ceremoniales que
constituyen una delicia en el fumador, degustando como un relax el rico manjar
de las Hespérides.
Desde el instante de tenerlo entre los dedos comienza el
conocimiento de su textura. Se prepara para inhalar su contenido mesiánico y
caldea con una cerilla encendida hasta prenderlo. El cuerpo gaseoso de sus
entrañas sale con arrogancia haciendo filigranas como esbeltas bailarinas de
ballet, convirtiéndose en ceniza, cenicienta y definitoria de calidad.
Su fama ha traspasado fronteras insospechadas para atestiguar
el prestigio de una Isla, con mayúscula y con merecimientos propios de
reconocimientos y propiedad de denominación de origen con condiciones
especiales, impuestas por los agricultores.
La cultura constituyó un mito importante en el seno del
gremio. No es asunto para ignorar y castigar por el montón de dificultades
habida en el tiempo e historia del tabaco. Apostar por un futuro mejor y
prometedor de nuevas hazañas es sugerente.
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