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domingo, 15 de julio de 2018

LA VIRGEN DEL CARMEN DE FERNANDO ESTÉVEZ

                              Todo es sorpresa, todo es amor y devoción a una hermosa imagen mariana, esbelta y elegante, que luce en julio su esplendor bajo un cielo azul, fundido con la misma tonalidad del océano, que se extiende como una alfombra con perfume a sal y a un sonoro poema de amor enmarcado por la luz del sol y el latido de corazones ante el paseo por la bahía.
                              La Virgen del Carmen, que nos mira con ojos cándidos y misericordiosos, sostiene al dulce y tierno Infante, rítmica armonía entre la Madre y el Hijo, Dios hecho hombre, que habitó entre nosotros. Su morada en la parroquia Matriz de El Salvador en Santa Cruz de La Palma, forma parte de una apoteósica estancia y presencia en las almas ansiosas en unión con la fe contenida en la advocación.
                              Pensar que Fernando Estévez del Sacramento y Sala (1788-1854), escultor orotavense, con su inspiración neoclásica y en su compromiso con el arte nuevo en una dimensión distinta, se convirtió en el reformador de la sensibilidad estética de la imaginería canaria frente al barroco, que jamás llegó a liberarse, supone un proceso evolutivo, haciéndose creador de las doctrinas de un arte libre de lo que se consideraba la superstición y el fanatismo defendiendo el catolicismo ilustrado.
                              En 1824 se sustituyó la antigua efigie, que hoy se venera con la advocación de Nuestra Señora de La Luz en la iglesia de San Telmo, atribuida a Juan Manuel de Silva Vizcaíno (1687-1751), por la actual Patrona del Mar.
                              Su policromía, suave y sonrosada, que se adapta a las exigencias del modelado, similar a la empleada por los artistas contemporáneos napolitanos y genoveses, por lo que las tallas del ilustre personaje ofrezcan, a veces, un cierto aire de porcelana.
                              Posee, aproximadamente, 182 centímetros de altura, tamaño natural. Utilizó telas encoladas para la elaboración de los ropajes, sistema poco utilizado por él, ya que el 80% de su producción se contiene en el grupo de candelero para vestir.
                              Finalmente, llegó dicho trabajo al puerto capitalino procedente del Puerto de la Cruz el 25 de junio del año en cuestión a bordo del barco Victoria.
                              Le sirve de basamento un conjunto de nubes, solución denominada de gloria en las islas, predominando en su mente con respecto al mundo femenino, sobresaliendo de la peana dos cabezas de angelotes o putti de moldeados algo voluminosos. El 15 de julio de 1866 se realizó la actual por el carpintero Francisco Duque Díaz y, más tarde, fue dorada por Juan González Méndez.
                              De grandes ojos rasgados, ladea levemente su cabeza hacia la izquierda en una inclinación delicada, que declina en un carisma angelical acentuado notablemente. Sus manos y las del Niño en detenido estudio se observa que la derecha intenta acariciar los piececitos de Jesús, sosteniéndolo con la otra. El desplazamiento de brazos y piernas imprime una cierta sensación de movilidad a la escena. Ambos, sonrientes, parecen estar jugando.
                                 El gran manto, que cubre su cuerpo en amplias ondas es recogido por debajo del brazo diestro y su policromía sigue las indicaciones de la Orden Carmelita, marrón y blanco marfileño. Recientemente ha sido totalmente restaurada satisfactoriamente por Domingo José Cabrera Benítez (1971), restaurador e imaginero.

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