En mi alma se produce un vacío insustituible. Un paréntesis albergando la duda que me hace clamar: ¿Por qué, Señor? Cuántas veces me he enfadado contigo y me respondes que nuestra existencia no se acaba en un ataúd, sino que continúa más allá de nuestra mirada.
Tú, hermano, en donde estés y como cristiano creíste en una vida nueva, en un Reino de paz y de amor. Compraste un pedacito de cielo para dar un gran abrazo a Dios y a la Virgen. Marchaste a su encuentro y estás entre los bienaventurados, contemplando la grandeza de ambos. Fuiste elegido por el bautismo a formar comunidad y por ella has sido elevado a lo más alto del podio. Nosotros imploramos con nuestras súplicas la misericordia del Padre para que te acoja en sus brazos.

Ante el dolor resignación,
ante la muerte resurrección
y ante lo incierto reflexión
sin olvidar el amor
que nos une con ardor.
Epitafios
sobre las nubes
son plegarias de consuelo,
flujos del Dios verdadero,
de los corazones humanos.
Esperanzas que se elevan al cielo
como
la suave brisa de un suspiro,
ahogadas son por los lamentos
en la partida de un amigo.
Qué triste pensar
que no estás físicamente con nosotros, pero las palabras de Jesús me concede
ánimo y aliento para seguir luchando: “Yo soy la resurrección y la vida; el que
cree en mí, aunque muera, seguirá viviendo; y todo el que ya vive y cree en mí,
no morirá nunca” (Jn 11, 25-26).
No hay comentarios:
Publicar un comentario