Cuando se aproximan las fechas de Navidad nos acongojamos en
el corazón por sentir cerca, de manera
evasiva, la alegría del reencuentro con aquellos familiares y amigos, que están
lejos por circunstancias ajenas a ellos mismos, y la nostalgia de quienes no
están con nosotros. Las ciudades del orbe cristiano adornan sus calles y plazas
con luminarias u otros motivos ambientales para envolvernos en una red social
de consumo. La gente compra en los grandes almacenes, tiendas pequeñas y en
cadenas comerciales diversos artículos demandados, la mayoría, por los anuncios
en medios públicos de comunicación.
La Nochebuena con
el encanto de tener Fe en un
misterio, celebrado hace más de dos mil años en un lejano lugar de Palestina,
nos mueve al igual que aquellos pastores a encontrarnos con Dios en la
sencillez de una cena al calor de unos manjares exquisitos, pero sí hermanados
con quienes sufren y padecen abandono.
No importa cómo surgió y cómo ha sido objeto de
transformación a transcurrir el tiempo. Lo importante es que se convierta en un
signo de amor para todos, sin tener en cuenta ninguna confesión religiosa, ni
condición humana, que nos pueda separar de un solo principio. La felicitación sea
un fichar nuestra tarjeta de identidad en la mirada cómplice de felicidad y el
saludo un apretón de manos en el compromiso incondicional.
La muerte y desolación, el desamparo y miseria, hambre y
atentados suicidas,… que nos dejan con facturas de cientos de víctimas
inocentes, mientras, los demás despilfarran millones de euros, seamos personas
y no números. Quisiera convertirme, junto con todos los de buena voluntad en el
planeta, en fragmento de un puzle, inaugurando una vida escrita desde un
coloquialismo cotidiano, definido como un diminuto punto de salida a la
esperanza de un mundo mejor, menos materialista y más solidario.
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