En silencio, bajo las alas de los ángeles, a puntillas en
medio de la callada sintonía celestial, se ha marchado para siempre Roberto
Rodríguez del Castillo (1932-2016) en busca del encuentro cósmico, eco en total
acorde con los reflejos del alma de un gran palmero de raíz, en la más pura
extensión del término. Un hombre universal, culto y asentado en una formación
personal, social y cultural de enormes proyecciones de futuro y brillantez en
sus actitudes artísticas.
Desde hace años lo conocía y lo admiraba. Poseía, no cabe la
menor duda, relevantes valores coordinados con las muchas cualidades, pensando
en el afán de superación en ese complejo abanico de posibilidades, compromisos
y responsabilidades de mostrar una imagen distinta de esfuerzo y constancia.
Como pintor, fotógrafo y cineasta fue un entusiasta creador,
cuyo auge lo tuvo en la década de los setenta. La figura de acuarelista, siendo
uno de los más sobresalientes de Canarias, con la gama de óleos, caricaturas,
grabados y dibujos, amplia pinacoteca, se destacó con singularidad de buen
realizador a semejanza de un mundo rural del cual procedía.
Comentar sobre él es la referencia inexcusable del legado
etnográfico, que se completa con formidables ideas de una filmoteca con sus
documentales; fototeca con instantáneas familiares y las propias fotos
artísticas y una fonoteca de tal magnitud como la biblioteca.
Se reveló como un artista polifacético que fue capaz de
adentrarse en terrenos muy dispares. Pisando fuerte en el bagaje de las
tradiciones nos trajo curiosos testimonios con la observación del viajero culto
y honesto en las Bellas Artes.
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