Jesucristo es el único hombre a quien se ha asociado sin
mediatizaciones el nombre de Dios. En este tiempo no vamos a examinar las
razones de la increíble afirmación de que aquel oscuro palestino es el Salvador
de toda la humanidad. Así escribe el periodista italiano Vittorio Messori
(1941) al comienzo de su “Hipótesis sobre Jesús”.
Israel ha transferido su predominio religioso a un pueblo que
nació de Él y que afirma haber sido congregado por un Todopoderoso que ha
bajado al terreno de la historia para situarse como pastor. “No hay en el
Hacedor parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza que
agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de
todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado
en nada.
Fue Él quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con
nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por castigado, herido de Dios y
humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros
pecados. El castigo de nuestra salvación pesó sobre Él, y en sus llagas hemos
sido curados” (Isaías
53, 2-5).
Los judíos esperaban un rey liberador del yugo político de
Roma y se encontraron con un ajusticiado al que los romanos crucifica. Sin
embargo, los profetas en el Antiguo Testamento ya habían anunciado que el
Mesías reinaría en los corazones de los y no creyentes. Pasaron los grandes
imperios, pero en los veinte siglos transcurridos desde la aparición de Jesús,
su reino ha demostrado ser el único que no lleva camino de terminar de la misma
manera.
Divinizar a una persona era posible en el mundo imperial,
entre los romanos, pero totalmente imposible en Judea. Por eso, pensar que un
galileo haya podido equipararse al Hijo de Dios y ser adorado como tal, pocos
años después de su muerte, es no conocer nada del pasado hebreo. Para san
Agustín, eso sería “el mayor de los milagros”. De hecho, san Esteban, el primer
temerario que se atrevió a proclamar públicamente la divinidad de Jesucristo,
fue arrastrado fuera de Jerusalén y lapidado.
Sin embargo, descubro que el Altísimo no escamotea las
dificultades. Las Sagradas Escrituras es un gran tratado sobre el sufrimiento.
Encontramos en sus páginas enfermedades y guerras, muerte de los propios hijos,
deportación y esclavitud, persecución, hostilidad, escarnio y humillación,
soledad y abandono, infidelidad e ingratitud, así como remordimiento de
conciencia y la última palabra sobre el sentido vulnerable: “Tanto amó Dios al
mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino
que tenga la vida eterna”. Lo que Cristo le dijo a Nicodemo indica que el
individuo será salvado mediante el propio mal. El Señor sufrió en sus carnes la
fatiga, el hambre, la sed, la incomprensión, el odio y la tortura de la Pasión.
De todas las respuestas al misterio del martirio, ésta que san Pablo llamará
“la doctrina de la Cruz” es la más radical, ya que nos dice que, si la
Crucifixión es el precio de nuestro rescate, el padecimiento humano es la
colaboración en su misma redención. Resumiendo lo expuesto no hay otra salida
al problema que el madero, en el que el mismo Salvador del mundo asumió el
último suplicio.
Rumor de tambores, cornetas y marchas procesionales suenan,
como gotas de rocío o lágrimas en una fría mañana, caídas de las mejillas de
María sobre las calles adoquinadas, mientras comienza el cansino discurrir del
Nazareno hacia el Calvario. Silencio en la plaza, vacío en el alma… sólo roto
por la algarabía de terciopelo y oro de la túnica, escoltado por celestiales
infantes, que restan dramatismo a la escena y que cierran un espacio
inconmensurable a lo incomprensible y ocultamiento del entendimiento de los que
con fe se apegan a sus creencias.
El patetismo de la tarde se torna en dulzura para acoger la
esencia del Amor. Las torres de los distintos templos tañen campanas de
consuelo y la brisa mece acordes y rítmicos movimientos de vestimentas entre el
azul, blanco, morado, rojo y negro de las cofradías, portadoras del mismo
orgullo que alienta al discípulo amado, Juan, a abrir camino a la Virgen.
“Son impresiones de mi Semana Santa que parten con la
evocación de uno de esos momentos que marcan los 365 días del año, y que sin
temor a exagerar, podría decir que han marcado mi vida. No en vano fue en una
tarde de incienso, cera y tambores de un año cualquiera, cuando decidí
dedicarme por entero a crear y restaurar la entrega de Dios hecha madera,
porque no cabe duda, que pocas formas hay más hermosas de transmitir su Palabra
que con el arte, al fin y al cabo, el ‘peldaño’ más cercano a la creación de la
vida […].
Y es que no hay forma más hermosa para describir el dolor de
María que el de una imagen de la Virgen por una calle cualquiera de nuestra
ciudad a los acompasados sones de la banda de música… ¡cuántas veces hemos
rezado con sólo mirarla!
Las esculturas benditas que cada año nos recuerdan la Pasión
de Jesús pasan a ser parte de nuestra propia vida, como lo son los seres
queridos de nuestra familia […].
Sepamos los cristianos valorar nuestro patrimonio
escultórico, y no nos dejemos engañar por los que sólo ven en él fechas o
nombres propios de artistas. Para nosotros es mucho más… es la representación
visible de Jesús, de su bendita Madre o de los santos que supieron elegir el
camino de la Verdad, el mismo al que nosotros estamos llamados. Por lo tanto si
se le trata con cariño y esmero por su importancia artística, ¿cuál no será ese
respeto cuando añadimos a éste la veneración que le profesamos?
Pero todas estas piezas de indudable valor no serían nada sin
el sol de nuestra tierra que les ilumina la cara, o la noche que de estrellas
cuajada acompaña su discurrir por plazas y adoquines con sabor a siglos. […]” ( MI SEMANA SANTA. Domingo José
Cabrera Benítez. RESTAURADOR-IMAGINERO. Santa Cruz de La Palma).
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