Con los primeros pasos del verano nos hallamos con fuerza,
como si hubiéramos superado una terrible catástrofe o despertado de una
pesadilla insoportable, y es que… así ha sido. De repente salimos a la calle y
apreciamos nuevos hábitos o comportamientos entre la gente. Las caras con las
que nos cruzamos nos resultan conocidas o familiares, aunque con cierta
dificultad por el uso de mascarillas y guantes de látex. Respiramos hermandad,
como si hubiéramos superado juntos un deber inexorable. Una lucha contra un
enemigo común, pero invisible, el Coronavirus (Covid-19), en la que nuestra
única manera de combatir para vencerlo era la pasividad, prudencia y el
quedarnos en casa en cuarentena por medio del Estado de Alarma, decretado por
el Gobierno Central a través de sucesivas prórrogas de confinación aplicadas a
las distintas Comunidades Autonómicas (CA).
Ha habido demasiadas bajas, traducidas en contagios y
muertes, pero eso ya pasó, pensando en positivo y poseyendo optimismo miramos
hacia el frente de un futuro prometedor. Ahora son pensamientos, consuelos y
esperanzas, secuelas de la pandemia global, que cicatrizan dolores, que también
son nuevos. Ellos, personal gubernativo, sanitario y representativo, mientras
permanecíamos aislados por más días lamiéndonos las heridas, nos decían por los
medios de comunicación: ¡Hay mucho que hacer y vivir!
Debemos sentirnos afortunados. Hemos sufrido y salido
victorioso, aún sin pregonar, todavía, el final de la contienda. Muchos con
huellas, pero hemos sobrevivido. Resurgimos de sus cenizas para disfrutar de
cada segundo y cambiarle el sentido del devenir circunstancial.
Nuestras desidias
desaparecen y madrugamos para ir a trabajar, ejecutar obligaciones físicas, dar
un paseo… cobran un paréntesis que jamás se había hecho sin franjas horarias. Ahora
llegar al hogar familiar aporta sensaciones encontradas de quien nos recibe.
Eso sí, porque nos apetece, sintiéndonos más libres, y recuperando una
libertad, todavía, mermada por restricciones higiénicas impuestas a favor de la
seguridad personal de cualquier índole, como el uso de solución desinfectante de
manos.
Alegrémonos de nuestro orbe. Ese al que todo esto le ha
supuesto un respiro y una bocanada de aire puro. Ése que de nuevo nos acoge sin
rencor para que hagamos lo que queramos y que, espera de nosotros lecciones
aprendidas tras el paso de un mal trago inesperado, no vivido en décadas atrás.
Hagámoslo de la inercia pasada, ratos de ocio sustentados en nuestros espacios
urbanos y el sabor del café en compañía de los amigos ocupando las terrazas de
bares y restaurantes; de las playas durante el clima estival; de continuar
siendo precavidos con vista a la seguridad presencial con los demás. Sin más,
ya toca.
Escribo esto a escasas semanas antes de finalizar el mes de junio,
tras la última fase de la desescalada. Todo es conjeturas por posibles brotes.
Mi convivencia, como la de ustedes, se halla en pausa. Los planes que poseía
para el 2020 quedan lejos. Lo referente anteriormente pasará a ser la evolución
de antes. Me enfrento a estas líneas como si se tratase de algo a mi yo del
futuro. ¿Quién seré a partir de ahora? Esta vez no sé si soy más optimista,
pero sí más sabio.
Nos hemos pasado los días medio vestidos. En realidad, cuando
esto acabe, entre que ya no podremos socializar como antes y que tendremos edad
para disfrutar, y menos para disputar por un hueco en el bar, recordaré que he
visto a la gente ayudar denodadamente. El panadero, profesor, camionero…
arrimaban el hombro, aunque los políticos se peleaban, los españoles nos hemos
unido.
Buscando la normalidad y sonriendo de la idea suscitada, mis
prioridades ya son otras. Lo importante es lo colectivo, público, calidad del
aire… Creíamos que no podríamos cambiar nada, pero se ha realizado sin contar
con nosotros. No sé quién seré mañana, pero hoy pienso en la iluminación de la
estación veraniega.
Vivamos el presente, que ni física y sicológicamente,
apurando las 24 horas de la jornada, sin perder un segundo, porque nadie sabe
de los posibles contratiempos que podamos sufrir, sin olvidar los buenos
momentos y todo lo que aprendimos en este encierro vírico.
Eso sí, a los que tienen miedo o no, si algo nos ha dado los
meses marcados por el fenómeno epidemiológico sería tener todo el tiempo del
mundo para ver series televisivas, películas, aplausos en los balcones y
ventanas, practicar caminatas en las azoteas… En ocasiones ha sido difícil
combinar el “Resistiré” con el “Himno Nacional”, una cacerolada de protesta o
apagar y encender luces, pero lo importante es que tenemos la suerte de seguir
aquí. Hagámoslo como lo hacíamos antes y a pesar de lo ocurrido recordemos los
buenos momentos por experiencia, ya que éramos un país de juntarnos,
abrazarnos, achucharnos, besarnos y querernos. Finalizo pidiendo un sincero
reconocimiento de los minutos dedicados a los profesionales sanitarios, que
siga tronando en nuestras cabezas para siempre.
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