En la primavera de 2014, en una plaza de San Pedro de Roma
(Italia), completamente abarrotada de católicos, corría de boca en boca de
algunos de los asistentes que estábamos ante un papa tocado por la Divina
Gracia, cientos de feligreses esperaban al Papa Francisco coreando su nombre,
porque su figura era y es un referente e
importante fuente de sabiduría y corremos el riesgo de manifestar su presencia
y ausencia solo por contornos políticos y resaltar su implicación con lo social
desde una perspectiva estrictamente mundana con efectos directos sobre la
realidad que nos toca vivir.
Es realmente lo que en verdad hicieron las santas Madre
Teresa de Calcuta o la mística Teresa de Jesús como, también, otras
insignificantes personas de fe, inmersos en el contexto virtual del mundo
pagano, que perdieron el miedo a la hora de ofrecer sus vidas en defensa de sus
ideales, grandes signos de entrega por amor a Dios, fieles comprometidos a un
grupo total de compromisos y luchas en pro de los demás y así se adentraron en
los problemas del mundo. A estos destellos del cristianismo católico, les movía
una certeza grabada con firme decisión en su interior: ‘Jesús vivo y
resucitado, después de ser sepultado’. Por eso lloró Robert Prevost en la Capilla
Sixtina tras ser elegido como Papa, nuevo Obispo de Roma. No lloró por llorar
ni por alguien que hizo lo que pudo y desapareció para siempre, sino sintió la
llamada de Nuestro Señor Jesucristo, simplemente conocido por Jesús, hijo de
José el carpintero y de María, el aclamado Hijo de Dios Padre, el Mesías
designado por sus discípulos el ‘Maestro’.
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De la fuerza que tuvo el Papa Bergoglio, Papa Francisco, y
que dejó en la alegría del Evangelio, de esta fuerza daba testimonio, porque
era un pontífice que creía en un Dios trascendente y humano, no era dogmático,
era crítico y contundente en sus decisiones con el fundamentalismo católico,
contagiando una fe vivida imposible de combatir.
La elección de León XIV, un calco de Francisco, fue
necesario. Yo diría una bendición de lo alto, no me refiere a su estatura, que
no lo es, sino un flujo del Espíritu Santo, el Paráclito innovador. La Iglesia
de hoy tiene necesidad de acoger a los miles de hombres y mujeres, niños y
niñas, jóvenes y mayores indefensos físicamente, mentalmente y vulnerables de
las redes sociales por falta de medios o de recursos humanitarios, llamados
pobres, refugiados, migrantes o de cualquier otra índole. Estoy convencido de
que el Papa, que simpatiza con todos, al igual que el anterior, volverá a
Canarias, de viaje que no pudo hacer quien lo nombró cardenal.
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Lo cierto es que dejó asombrado a todos los que estaban o no
congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano y aledaños, cientos y cientos
de miles y millones, dispersados por todas partes y desde cualquier punto
terráqueo, pendiente constantemente del inesperado, entonces sorpresivo, humo
blanco. A los que desde sus casas se habían puesto frente a la pantalla del
televisor o de la radio, cualquier medio de comunicación, se quedaron petrificados
y con su imaginación acudían a toda prisa para ser los primeros en ver salir al
nuevo pontífice elegido al balcón central de la monumental basílica pontificia.
León XIV, como se autodenominó, no dudó en empezar dando las gracias
públicamente al valiente Papa Francisco. Este León llega a un mundo necesitado
de darle un giro de 360 grados. Un mundo amenazado con guerras de exterminio
que ningunea la paz, que celebra el 80 aniversario del final de la Segunda
Guerra Mundial y de un mundo a expensas de otros muchos, diferente en el país
donde nació. Este sabio agustino, políglota, que lee en latín y alemán, ha sido
misionero antes que papa, porque la Iglesia ha sido y será misionera para que
la fe, conjuntamente con los Santos Evangelios, lleguen al más lejano y
recóndito lugar del planeta. Parece ser inteligente y, al mismo tiempo, tímido.
‘Otro papa de los pobres, forjado en Perú’, es uno de los titulares más
populares en estos días, encabezando la prensa en las primeras páginas de los
periódicos de tirada mundial. El nuevo pontífice trae el continuismo de la
Iglesia de Francisco, pero sin las tensiones que provocó la llegada del
argentino.
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A las 18 horas y 11 minutos, se comenzó a deslumbrar un
finísimo humo blanco, a salir de la chimenea instalada sobre la Capilla
Sixtina, pintada extraordinariamente por Miguel Ángel (1475-1564), escultor
renacentista de origen italiano, anunciando a la ciudad de Roma y al mundo, la
elección del sucesor en la silla papal, como si fuera la proa de la barca
eclesial, de la Ciudad Eterna, como eterna es la Iglesia Católica fundada por
Jesús con aquellas palabras sobre la persona de Pedro: ‘Tú, eres Pedro y sobre
esta piedra edificaré mi iglesia…’, que surca firme y gallardamente la pauta
del tiempo y los páramos esperanzadores del acontecer cotidiano, abriendo
surcos innovadores para sembrar la semilla fructífera de lo económico,
político, cultural y del progreso social, que si se hace con fe y se cuida con
perseverancia, solo será cuestión de tiempo e historia recoger su fruto.
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El anuncio novedoso se propagó a pasos agigantados, gritaban
los presentes en las callejuelas del Vaticano. Las campanas de todos los
templos de la capital italiana comenzaron a sonar, mientras la muchedumbre
trataba de alcanzar un sitio en donde ya no cabía ni un alma. La expectación
entre los fieles, turistas y curiosos allí concentrados no dejaba de crecer
mientras hacían apuestas sobre la identidad del futuro líder de la Iglesia
Católica, hasta yo pensé en el deseo de ver sentado en la silla de Pedro,
luciendo las sandalias del pescador, a un Santo Padre de raza negra, cada uno
pide lo que quiera, porque luchamos por la igualdad. El papa número 267. Ni
siquiera los vaticanistas más optimistas habían podido anticipar que los 133
cardenales encerrados en la Capilla Sixtina, procedentes de más de 70 países, desde
el día anterior, en el Cónclave más universal e impredecible que se recuerda
pudieran llegar a un acuerdo en la cuarta votación.
No hubo que esperar mucho más para que el cardenal protodiácono,
Dominique Mamberti, se asomara al balcón central de la fachada principal y
anunciara el esperado ‘Habemus Papam’. Unos minutos más tarde las cortinas del
ventanal se abrieron y apareció inmediatamente Robert Francis Prevost, ya
convertido en León XIV, nacido en Chicago, el 14 de septiembre de 1955.
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‘Que la paz sea con todos vosotros’. Esas fueron las
primeras palabras en medio de una enorme ovación. El primero procedente de
Estados Unidos (EE.UU.) y perteneciente a la orden de San Agustín. ‘Soy un
agustiniano’, reivindicó con orgullo. En su tierra natal, era visto como el
cardenal que podía hacer historia, a favorecer la reconciliación en una Iglesia
dividida. El jueves, 8 de mayo, ante unos 150.000 fieles no pudo disimular la
emoción e hizo un llamamiento al diálogo y a la paz: ‘La paz es amada, humilde
y perseverante, proviene de Dios, que nos ama a todos de manera incondicional’.
Es un reto del nuevo pontificado, que será recuperar la influencia diplomática
de la Santa Sede en un mundo convulso. Recordó a su predecesor, ‘todavía
conservamos la voz siempre valiente del Papa Francisco que bendecía Roma’. Con
él comparte precisamente una visión reformista y progresista de la Iglesia,
pero una cierta solidez doctrinal, que algunos ha echado tanto de menos del
jesuita argentino.
Posee un perfil pastoral amplio y de cercanía hacia los más
vulnerables que le hace ser capaz de llevar a buen puerto esta misión universal
con buenos criterios de aceptación.
Creció en una familia muy católica de padre italiano y
francés y madre española, con raíces canarias, y sus abuelos eran inmigrantes.
Su elección giró en torno al funcionamiento de las sociedades con respecto a
tres ejes fundamentales paz, justicia y diálogo con una sola intención
especialmente reservada a la Iglesia, la de construir puentes y no muros.
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