
Haciendo un recorrido en una altiplanicie hermosa, que se extiende desde la Cumbre Vieja hasta el remanso de las azules aguas del mar, llegamos a Mazo. Tiene una superficie de 71,17 kilómetros cuadrados y una altitud de 500 metros. Su población, muy temperamental a las pendientes laderas adaptadas al clima húmedo aportado por el alisio de montañas, en donde abunda la vegetación mezclada con el paisaje volcánico formado de erupciones históricas.
Sus tierras fueron habitadas por los aborígenes antes de la conquista. En los primeros tiempos se le nombró alcalde pedáneo y alguacil ejecutor, constituyendo los habitantes un pósito de granos.
“Desde 1495 se tiene constancia de la edificación de una pequeña ermita dedicada a San Blas, en terreno cedido al efecto por Martín Camacho y otros conquistadores. Según Millares Torres, se la erigió parroquia en 1571, aunque el sagrario no se instaló hasta los primeros años del siglo siguiente, cuando los vecinos cumplieron su promesa de dotar al templo de lo preciso para tenerlo.
Por la Constitución de 1812 se constituyó en municipio independiente, ocupando en sus inicios una vasta superficie, reducida al segregarse de él Fuencaliente, en febrero de 1837.
Las viviendas se encuentran dispersas a lo largo de la zona de medianías. En cuanto a la cultura popular: “Variada es la producción artesanal mazuquera, donde destacan los bordados, encajes, traperas, tejidos de lana, cestería, trabajos de madera… Se incluyen las cuidadas reproducciones de piezas cerámicas de los auaritas, o aborígenes palmeros.
Producto de sus campos, de parras que crecen entre cenizas volcánicas, son los apreciados vinos tintos, de buen cuerpo” (*).
Este museo floral erigido al aire libre, conjugando el sabio conocimiento de la flora local, la denodada labor artesana, la gran plasticidad que alcanza el éxtasis sorprendente de lo inesperado y la virtud para enlazar la esencia estacional al cristianismo, constituye el centro espiritual de las generaciones.
Con la mirada puesta en el esfuerzo sin límite, merece la pena andar el sendero, que no defrauda y ayuda a seguir disfrutando del néctar, fuente de inspiración. La fragancia de las flores, el silencio de la brisa, el deambular de la campiña, el trasiego de la bruma y la armonía humana nos invita a volver a la próxima vez, cuando se vuelve a tomar aliento en la perseverancia y sacrificio con que se vence a toda adversidad, para hacer realidad el objetivo marcado.
(*) (MUNICIPIOS CANARIOS. GEOGRAFÍA, HISTORIA Y COSTUMBRES. CANARIAS 7).
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