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domingo, 7 de junio de 2020

UN PARAJE PRIVILEGIADO

                              Las personas expresan sus sentimientos, como reflejos del alma, consecuentemente después de una actuación  consciente o inconsciente. Hago tal reflexión por mí, ya que he sentido una gran satisfacción al visitar el Observatorio del Roque de Los Muchachos y el Parque Nacional de la Caldera de Taburiente (Isla de La Palma-Canarias).
                             Refiriéndome a la primera visita, disfruté de un espacio y de unas instalaciones en una zona de Pre-Parque Nacional que por sí solas nos dicen de la excelencia de nuestro cielo y la importancia de los logros obtenidos.
                              En cuanto al Parque Nacional de la Caldera es indescriptible el espectacular paisaje de un espacio natural de relativa extensión, que posee una abrupta topografía y sobre todo el aislamiento soberbio, que invita a reflexionar y a la exposición súbita del espíritu.
                              La atmósfera limpia que ha hecho de sus cumbres un lugar privilegiado de observación astronómica, deja huellas en los ojos inquietos y exploradores del visitante, que con su peculiar disponibilidad de tiempo y cualidades personales tiene diversas posibilidades de ver ambos complejos.
                              No me corresponde hacer ningún elogio, ni las mínimas referencias, a lo aludido, aunque hay un refrán, que dice: “Aquel que se limita a esperar que los demás le cubran de gloria, es muy posible que acabe pescando un terrible resfriado”. La verdad es que no necesita nada para demostrar su encanto natural, que se transforman en dones. La belleza y la quietud que se respira en él son aspectos de paz, que se presenta ante nosotros para ayudarnos en el continuo bullir de nuestras vidas.
                              La brisa suave y templada, cruza las sendas que nos conducen a su interior. Los pinos proyectan con la luz del sol su recortada silueta sobre los serpenteantes senderos. Por fin, a lo lejos un ruido, ronco trepidar, cada vez más fuerte, surge en la revuelta y se pierde de pronto. Entre unos y otros, silenciosos y abstraídos, seguimos el camino con destreza hasta llegar, donde el rumor del agua se oye y se palpa, acariciándonos los pies. Sorprendidos alzamos el rostro afanosamente hinchando el pecho con el aire perfumado, que incesantemente besaba las sienes. Salta el líquido con furia al chocar contra las piedras del barranco y las coníferas nos ven pasar como ángeles perdidos o peregrinos de lento caminar.
                              La imaginación me hace pensar que en el cielo, no sólo de día, sino de noche luce el manto puro de su realeza, porque goza a plena satisfacción de un encanto merecido. Las estrellas brillan con destellos, reflejos de ilusión, que solo pueden ellas por su fúlgido origen. El disco lunar nos vigila fantasmagóricamente, produciendo sombras como un broche final de esa bóveda. Sonará como un susurro el tenue e impalpable soplo níveo en medio de la oscuridad, testigo de la quietud silenciosa y serena tranquilidad.

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