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domingo, 30 de enero de 2022

SANTA CRUZ DE LA PALMA: RINCONES CON NOMBRE (XXIII)

        CALLE BALTASAR MARTÍN (LOS MOLINOS): La historia de Santa Cruz de La Palma ha quedado, en gran parte, escrita en sus calles, a las que los propios ciudadanos han puesto nombres que perpetúan el recuerdo de algo característico en ellas. Muchas de ellas deben su nombre a la existencia de alguna instalación, como la que hoy intento atraer la atención, que hasta 1901 ostentaba el nombre de calle Los Molinos, por albergar algunas de estas construcciones, y de las cuales quedan restos en algunos de los inmuebles.

                              La capital, sobre todo, es una urbe asociada con la historia de la piratería, pues es aquí donde se presentaron numerosos ataques por parte de los piratas provenientes de Europa, que encontraban un lugar adecuado para saquear. Tal circunstancia la convirtió en reforzada y protegida por castillos, fortalezas y baterías, equipados de cañones de bajo, medio y largo alcance contra las naves enemigas.

      La Villa costera a merced del azul Atlántico recibía en el siglo XVI, tras Amberes y Sevilla, el privilegio del comercio con América, con lo que el puerto se convertía así, en uno de los más importantes del imperio español. Es esto, precisamente, unido a la producción de azúcar, habiendo intensa actividad de producción en los ingenios, y los famosos caldos malvasías, lo que atrae a los infractores a encontrar en la isla un gran comercio y los más diversos tesoros llegados de Indias.

                              Uno de estos ataques es el llevado a cabo el sábado, 18 de julio de 1553, por el pirata francés François Le Clerc (¿?-1563), apodado Jambe de Bois, y conocido por los españoles como Pata de Palo. El pirata se presentó con sus naves por la parte norte de la capital y por lo que hoy es el barranco de Las Nieves, penetrando en ella con unos setecientos hombres, los cuales roban sus tesoros, hacen prisioneros e incendian casas y templos por doquier. Estos sucesos llegan hasta los últimos rincones de la isla.

             Baltasar Martín, un robusto pastor de singular planta, ferviente creyente, natural de Juan Adalid, en la villa de Garafía, sintiendo palpitar en su pecho el amor patrio, reclutando paisanos, que armados de cuchillos y argollados, palos de almendro con forjadas canteras de hierro, arma muy eficaz en manos de nuestros campesinos, se introducen entre los invadidos e invasores a través de la calle de Los Molinos y en compacta masa cargan contra los enemigos, causándoles numerosas bajas y obligándoles a reembarcar.

                              Tras su victoria, el garafiano marchó hacia el Real Convento franciscano de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción a darle las gracias a Dios, pero lamentablemente un monje al verlo, lo confunde con un francés, arrojándole desde lo alto del campanario una teja u objeto punzante, dándole en la cabeza mortalmente.

                              348 años después, el ayuntamiento de esta ciudad se dignó dale el nombre de nuestro héroe a la calle Los Molinos. Este gesto tuvo una respuesta inmediata por el pueblo de Garafía, que a través del homónimo respondió con una nota de gratitud, fechada el 2 de marzo de 1901, que dice:

     “Garafía, 11 de febrero de 1901.

   Muy distinguido Sr. nuestro: Faltaríamos a los deberes que el patriotismo y la gratitud nos imponen, si dejáramos de aplaudir como palmeros, y agradecer como vecinos de Garafía, el acuerdo tomado por ese Excelentísimo Ayuntamiento de poner el nombre del invicto Baltasar Martín, hijo de este pueblo, a una de las calles de esa población; acuerdo justísimo que, al honrar la memoria del heroico garafiano que supo valientemente castigar la osadía de los piratas franceses que invadieron esa ciudad el 21 de julio de 1553, perpetúa a la par el recuerdo de tan memorable suceso, página gloriosa de la brillante historia de nuestra querida Palma. Sirvan pues, estas líneas de entusiasta felicitación al Excelentísimo Ayuntamiento por el acto de justicia que con ese acuerdo ha realizado”.

                              Más allá de la historia y grandeza que gira alrededor de su nombre, no se puede negar que esta mágica, angosta y desnivelada vía con sus antiguas casas parece transportarnos en el tiempo. Esto sucede cuando recorremos su entorno con calzadas empedradas y estrechas, con viviendas que se arrastran calle abajo en un río de luz y color.

                              Parece inmutable con su fisonomía peculiar, que la hace llamativa, no nos deja de sorprender por lo que uno se encuentra y la historia que emana de cada piedra.

                              Cuando ascendemos hacia el Velachero, en su lateral derecho, lo hacemos por el lado del huerto del convento. Todavía hay un trozo de muro, que nos ratifica lo comentado. Los frailes instalaron catorce cruces adosadas a los muros y fachadas de domicilios, señalando las distintas estaciones del Vía Crucis que, aún, perduran y cada 3 de mayo, Día de la Cruz o Fundación de Santa Cruz de La Palma, son enramadas y adornadas de joyas, convenientemente, es una de ellas la que le da vida, colocada en una pequeña placita. El madero presenta en su base las huellas del fuego intencionado en los años de la Guerra Civil (1936-1939). Artífice de unión y vínculo de sus moradores, los cuales haciendo gala de ese verdadero sentimiento de cariño a lo nuestro, a nuestra cultura y tradiciones, siguen conservando el verdadero espíritu tradicional. Se sigue haciendo como antaño con telas de damasco de colores oscuros como fondo, para que sobresalga el signo cristiano.

          El retorno de la Virgen Nuestra Señora de Las Nieves a su santuario del monte, cada cinco de agosto, por motivo de sus Fiestas Lustrales, lo hace por esta calle historiada, merecidamente, con todo honor a nuestra Madre del Cielo, repartiendo bendiciones con su cándida mirada a los miles de fervorosos fieles, portadores de un corazón henchido de amor a su Patrona palmera después de despedirse de la Ciudad capital de Santa Cruz de La Palma al principio de la misma, las Cuatro Esquinas.

                              Caminar por ella es una experiencia inolvidable. Avanzar escuchando el sonido de tus pasos, roto por el tañer de las campanas de san Francisco, el santo de Asís, o de algún coche que pasa, cuando llueve y llega la noche, contemplando como la luz de las farolas se refleja en su suelo y la inmensidad de la misma al quedarse desierta, es un éxtasis.

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